lunes, 23 de julio de 2018

La cosecha

A estas alturas he aprendido que no tengo que llevarme bien con todo el mundo.
Siempre habrá gente a quien no caeré bien, es obvio. De esto soy consciente desde el colegio, cuando era tan tímida que no me atrevía a hablar con casi nadie, pero distinguía dos tipos de personas: quienes me lo ponían más fácil y quienes se cerraban en banda. Y no me echo la culpa porque, como siempre me dije, la timidez era mi excusa, pero qué excusa tenían los no-tímidos. Entablar conversación es un asunto bilateral.
Resulta relajante no caer bien a todo el mundo porque casi siempre coincide que esas personas tampoco nos caen bien a nosotros. Es una suerte para ambas partes que esto suceda, como una reacción química inmediata, porque nos evita tener que interactuar más de lo necesario e interpretar un papel.
Lo que he aprendido con 37 años, en cambio, es que no tengo por qué intentar ser amiga de nadie; no es una obligación del ser humano ni es incompatible con ser buena persona. Tampoco tengo que esforzarme por hacer razonar a alguien ante una situación ridícula y opuesta a mis principios. Pero, especialmente, no debo preocuparme por quedar bien con personas que, de manera enfermizamente interiorizada, me tratan mal, me ignoran, interrumpen una y otra vez mi discurso o incluso me culpan de sus desgracias personales.
Por expresar al fin cómo me siento y pienso en estos casos, tiene narices, he «ahuyentado» a quienes, al parecer, esperaban que yo no sintiera ni pensara. Mostrar que no estoy dispuesta a postrarme a los pies de cada aseveración que es proclamada como verdad absoluta, que tengo opinión propia y que he sido consciente todo el tiempo de su reprobable comportamiento hacia mí es lo único que hacía falta para desenmascararles. Con solo darle la vuelta al espejo salen despavoridas las hormigas de sus bocas, dejando en evidencia sus estatutos de paja.  
I knew it. 
La plaga huye y la cosecha sana.
Y aquí estoy sentada en mi porche imaginario disfrutando del espectáculo.

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