domingo, 26 de abril de 2020

Por qué no aplaudo

El aplauso cada tarde comenzó a expandirse como un acto espontáneo entre edificios y calles, como un símbolo de apoyo al personal sanitario al principio y, ampliando esa injusta selectividad inicial, a todo el personal que trabaja en sectores esenciales para la supervivencia de los seres humanos en estos momentos.
Las primeras veces, el aplauso me pareció un gesto significativo, y si no salí al balcón a las ocho de la tarde fue, lo confieso, por falta de voluntad y algo de vergüenza ante la cercanía con extraños. Después, el aplauso fue transformándose en una costumbre vespertina envuelta en hipocresía. 
Hay quienes salen por cotillear, también por sentir que no están solos, y hay quienes efectivamente tienen el inocente convencimiento de que es la única manera de dar las gracias. 
Yo soy muy escéptica y no creo en señales mágicas ni en gestos invisibles, en costumbres vacías, en la simpatía de balcón ni en agradecimientos con vítores. Yo solo creo en los hechos, en lo que se demuestra, se respalda y se defiende en las urnas y en los bares. Yo creo en la amabilidad y el apoyo verbal en el día a día, no solo en las zonas límites. No creo en los que se llenan la boca defendiendo ante los hijos la ternura y lo correcto en pleno desmadre. A ver cuántos de los que hoy aplauden hacia afuera mañana serán consecuentes en sus círculos íntimos, cuántos actuarán con coherencia.
Yo no aplaudo así porque es de falsos, porque es mentira. Yo me quedo dentro de mi casa a las ocho y tengo muy claro a quién tengo que agradecer qué, sin necesidad de aplausos.

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